
Vivir para siempre
vivir para siempre
para ser eternamente irrelevante
eternamente intrascendente
soledad estridente
imprimir en la nada
hablar con el eco
la muerte en vida
vivir para siempre
para ser eternamente irrelevante
eternamente intrascendente
soledad estridente
imprimir en la nada
hablar con el eco
la muerte en vida
El Señor de las moscas le hablaba a Simón cuando mi vientre comenzó a doler. Son siempre ellos, mis intestinos, quienes me gritan, me jalan, me ordenan, como Jack a sus cazadores. Desde muy joven me acostumbré a esos dolores inexplicables. El diagnóstico más común era el síndrome del intestino irritable, un nombre genérico para un dolor de origen desconocido.
Se llamaba Simón. Simón habló con el señor de las moscas, a él le fue revelada la verdad. Simón bajó de la montaña y vino a contar la verdad a los demás cuando los cazadores de Jack lo confundieron con la mentira y lo asesinaron. Asesinaron a la verdad y la mentira siguió viva. Esa muerte me hirió tanto, me hirió más que mi colon irritado.
El dolor de tripas no me sacó de la cama, pero sí la alarma de incendios. Me había quedado dormida leyendo, antes de que Jack diera el golpe de Estado, antes de la pérdida de la democracia y de la llegada del caos a la isla.
Primero, la alarma se oía lejos, entre sueños. Luego, fue real. “Sí, suena la alarma de incendios. Son pasadas las dos de la mañana y suena la alarma de incendios. ¡Esto no es un ejercicio!” Por mi ventana, en el cuarto piso, podía ver de cerca la columna de humo.
Nunca he podido dormir en pijama. Aquella noche tenía una franela vieja por pijama. Salté de la cama a ponerme un pantalón viejo, ajado, que tenía a mano. La alarma de incendios seguía sonando.
Salimos los tres del apartamento, Leo y yo con mi niña de cuatro años en los brazos. Salimos a la vez con los vecinos del apartamento contiguo. Yo con mi franela y pantalón viejos y descoloridos, y la vecina con su pijama de seda. Tantas cosas desaparecieron de mi memoria ocultas tras el humo, pero esa pijama de camisa y pantalón largo de seda, de rayas azules y grises brillantes, planchada, que parecía haber sido comprada el día anterior, no se me olvida. La pijama de seda estaba maquillada y hasta peinada, de ninguna manera parecía haberse despertado de repente a las dos de la mañana por un incendio.
Yo, en vez de seguir mi camino a la escalera de incendios, la miré fijamente a la pijama de seda. Miré al grupo. Era un grupo grande, mi familia y la familia de la pijama de seda. Todos vestíamos ropa de dormir arrugada y vieja, excepto ella. “No creo que tengamos que bajar”, dijo muy segura la pijama de seda. “Claro que tenemos que bajar”, una voz en mi cabeza lo repetía, pero yo me quedé muda, inmóvil. Me quedé allí mirándola fijamente pensando en lo estúpida que era la pijama de seda, pero sin hacer nada. Congelada.
La pijama de seda llamó a los bomberos para avisar del incendio y preguntar si teníamos que salir del edificio. Mi voz interior, la lógica, seguía llamándome: “salgan de allí”. Pero yo la sigo mirando a ella, a la pijama de seda. No corrí con mi hija, me quedé a escucharla. Todos nos quedamos a escucharla. El grupo de su familia que acompañaba a la pijama de seda, inmóviles, la escuchaban. Ella tenía la caracola y seguro en su trabajo también era la líder de algún grupo. Seguro que era directora o chief officer. Ella tenía la caracola, era la líder.
“Vamos, vamos”, me decía el tímido Piggy, “tenemos que salir, y lo sabes”, con una voz que me alcanzaba débilmente. Porque si Piggy no fuera tímido y débil, la humanidad no estaría tan llena de horror.
En aquella época, yo era una científica de la Universidad de Sydney, el océano de la lógica. No lo escucho casi, a la lógica, a la cordura, a Piggy. Sigo mirando a la pijama de seda, yo con mi niña en los brazos. Ella, la pijama de seda, tiene la caracola. El apego social es más fuerte que la lógica.
El pasillo además, debo decir en mi defensa, se sentía seguro. Era descubierto, una especie de puente con una reja hasta mi cintura que unía los apartamentos con el ascensor y las escaleras de incendios. Era un estilo muy tropical, abierto a los elementos, al sol, a la lluvia, al aire fresco y al humo. Me hacía sentir que ya había salido, aunque la salida de emergencia oficial estaba todavía lejos. La pijama de seda seguía hablando con los bomberos y todos seguíamos oliendo el humo.
El humo que Ralph desesperadamente quería mantener, el humo que verían los barcos al pasar y rescatarían a los niños de la isla. El humo salvador. El humo lo detectó la alarma y por eso sonó y nos salvó. Es un humo que nos enfermó y nos salvó a la vez. El humo llegó al detector y la alarma de incendios sonó. Ese pedazo de tecnología nos salvó. Los lentes de Piggy hacían fuego, hacían comida, eran tecnología salvadora.
La pijama de seda me miró y asintió con la cabeza mientras le decía por teléfono al bombero, “Ok, entiendo, sí hay que bajar por la escalera de emergencia.”
Esos segundos, desde que salimos al pasillo y decidimos entrar a la escalera de incendios, —que quizás no llegaron a ser un minuto— se sintieron eternos y llenos de culpa. Ella tenía la caracola y todos la seguimos.
La escalera de incendios era en realidad un túnel, o más bien, un búnker. Los pasillos grises de hormigón eran interminables y extraños, estúpidamente extraños. Primero se hundían en la tierra, luego había un pasillo horizontal muy largo que parecía no tener fin. Ya estando abajo, había una parte en la que teníamos que subir nuevamente una escalera de unos cuatro peldaños y enseguida volver a bajarlos, como una especie de montículo.
Estaba pobremente iluminado, muchos tramos eran oscuros, parecían la casa embrujada de un parque temático. En aquella época, vivíamos en un complejo de seis edificios modernos, pero con pinceladas de arquitectura romana, las fachadas eran amarillo intenso y en las ventanas teníamos puertas de romanilla de madera verde oscuro. Los seis edificios compartían una plaza grande con una fuente de mármol que tenía una estatua de Dante en una esquina. Los seis edificios y la plaza compartían la misma salida de emergencia.
Llegamos a la puerta de salida de emergencia, la cruzamos, luego cruzamos la calle y nos sentamos en la acera a mirar el humo de lejos. Nos salvamos todos, mi familia y yo, la pijama de seda y su familia. La alarma seguía sonando, solo los bomberos podían apagarla.
Llegaron los bomberos con su uniforme y mirada serena a protagonizar el rescate. Nos dieron instrucciones, esperanzas y mantas para el frío. Era un día de agosto en el sur y hacía frío, no habíamos cogido ningún abrigo al salir de la casa, teníamos mucho frío. «Ya pueden volver a su casa», dijo uno de ellos. El incendio sólo había consumido un local de la planta baja, el resto de los apartamentos estaban intactos.
Los uniformados apagaron el fuego y el caos en la isla. Ralph sanó al verlos, al barco, a la civilización.
Imagen: Recorte de la portada del libro El señor de las moscas de William Golding (Penguin, 1960).
Como todos los días, me levanto sentada en la cabeza de un alfiler
Nunca miro para abajo, evito el vértigo
Conozco el abismo, he caído en él
Un pequeño viento, un error o un empujón me tumba y caigo al abismo
¿Qué sujeta la punta del alfiler?
Debe haber un largo camino entre la cabeza y la punta
Tan largo es el camino que desde el abismo la punta no se ve
Quienes conocemos el abismo, hemos visto algunas de sus repisas
De algunas se sale, de otras no
Suerte he tenido: he salido de todas, pero un día caeré en aquella de la que nadie ha vuelto
Dicen que allí se revelan todas las cosas
Yo aún no sé qué sujeta la punta
Me emociona compartir la primera antología de ciencia ficción donde colaboro. Agradezco a la editorial FUNDAJAU la invitación a participar, me honra inmensamente y me causa mucha alegría. Admiro el tesón y el cariño que la gente de la editorial FUNDAJAU le pone a sus libros y más en ese lugar, Táchira, Venezuela, donde no hay luz, ni internet, ni agua.
La antología consiste en micro cuentos escritos por nueve autores venezolanos, el límite eran 300 palabras. Fue realmente difícil desarrollar cada idea en tan pocas palabras. Otro reto fue buscar un punto de encuentro entre mitología venezolana y ciencia ficción. Mis micro cuentos (5) son los primeros.
El libro en PDF se puede descargar aquí.
El libro físico se puede comprar por Amazon.
Desde ese día tengo cuidado, más cuidado
Todo amenaza
La esquina, la gaveta me miran
El suelo se hunde, la puerta se marcha
Luego vuelven para atacarme
El vaso se rompe, los vidrios vuelan hasta mí
Escucho el eco
Seco
Sucio
Roto
Rojo
No pude hacer nada
No entiendo nada
No tengo rostro
Muchas pieles son posibles
Imagino una cara
Luego otra
Sin sangre
Cae la noche, la luna amanece
Él ya está allí, lejano en su sueño, detrás del cristal
Hace tiempo dejó de acercarse
Sigo atrapada en lo poco, en la nada
Queriendo seguir, nunca por mi
Los otros me arrastran
Quiero que me arrastren.
Él me ha amado tanto
Un amor improbable, descreído
Qué tengo yo para él, si nunca he tenido nada.
Para colmo el tren está retrasado. Me toca zancada olímpica hasta la muralla de turistas rodando sus maletas; muy alegres los condenados. Usaría el bajo de mandarria si no fuera tan pobre y no lo necesitara para la audición. Y esa escalera tan angosta, ¿a quién se le ocurre? ¿Qué tal la excusa de que mi madre está enferma? No, mejor no meto a mi madre esto; a ver si en el calor de la llegada se me ocurre algo. ¡Malditos genes latinos y el reloj dándome palo!
El Maps4D dice que llego a pie. Claro, para quien no tiene los pulmones podridos de nicotina. Quién me manda a soñar con ser una gran bajista, mejor se me darían esas ocho cuadras con una flauta.
¿Y si llamo a Jana para que me recoja? Ella, con su cabello largo y su voz ligera…
No entiendo, ¿a dónde me lleva este endemoniado Maps4D? ¿Qué coño son estos puentes? No, así no era el camino. Ahora sí me van a raspar. ¿Y si no voy a la audición y digo que estoy enferma? Bah, es un riesgo ¿y encima de todo, floja? “Tenia que ser latina”, van a decir los jurados. Vamos, sin examen no hay postgrado.
Llamar a Jana será. Coye, pero llamar a esta hora un domingo… ¿Y si me deja en azul? No sé qué es peor: raspar la audición o que Jana no me responda. Yo sé que me quiere, si no, ¿por qué me dejó besarla cuando nos escapamos de clase y nos escondimos en el baño? Ya le perdoné lo de Héctor. Le perdono todo.
No, tengo que dejar la payasada. Mejor sigo sola, yo no vine a eso…
¿Y esta calle de adoquines?¿Era así? ¿Por qué no terminé de estudiar en París? Me tenía que venir a este laberinto con ese olor a marihuana. Y este Maps4D barato ni siquiera me advierte del olor a marihuana. Jana va a decir que me vine por ella … y tiene razón. Vine a que me decepcione y me mire con ojos de “te quiero, pero no soy gay”.
Si tuviera plata para imprimir una bicicleta…
¿Este cementerio estaba en el camino? Qué memoria la mía. Mejor lo atravieso. Nunca llamé a Jana cuando su madre murió. No me lo puedo perdonar. Pero sé que ella sí; bueno, porque ella es así, tan dulce. Alentándome ella a mi, como si yo lo mereciera: “Estas triste por mi, y eso no te deja hablar”.
¿Era tan grande el cementerio? Bah, si no llego a tiempo seguro me posponen la audición. Coño, pero se me van a reventar los batatas.
¡El edificio! Y este semáforo “inteligente”; no joda, más bruto. ¡Apúrate semáforo!
¿Por qué tanto silencio? ¿Dónde esta todo el mundo? ¿Pero no me esperaron ni 10 minutos?
¡Mierda! El maldito horario de invierno. A esperar una hora en le frío. ¿Será que me da tiempo de llamar a Jana?
Publicado primero en el colectivo “Esto no es un cuento” de Medium.
Gustavo Arce estaba en la cocina cuando cayó la primera bomba. El estruendo dio paso al silencio. En el pueblo ya se habían enterado por la radio del avance de las tropas. Para Gustavo Arce, la guerra era algo que ocurría en los campos de batalla o ciudades importantes. Según su teoría, que comunicaba a su esposa, a los pueblos nunca llegaban las guerras.
Los Arce vivían en una casita de ladrillos mal pintada de blanco. El techo era de teja con soporte de madera. No tenían hijos, pero con frecuencia cuidaban a sus sobrinos, pues la hermana de Gustavo, madre soltera, no tenía con quien dejarlos cuando salía a trabajar.
Justo ese día había llegado la carne al mercado; tenían semanas sin verla y la señora Arce se permitió el lujo. Pensó que no volvería a conseguirla en mucho tiempo. No se imaginó que sería el último lujo. Ese día no quedó nadie vivo en el pueblo.
Los aviones comenzaron a llegar después del desayuno. Gustavo Arce volvió en sí después del estruendo de la bomba y todavía con el café en la mano salió angustiado de la cocina en busca de su esposa, que acababa de llegar del mercado. La miró con ojos lánguidos y rompió el silencio.
—¿Crees que es un temblor o una explosión? Puede ser la nueva construcción…
—¿No escuchas los aviones? No es un desfile, nos llegó la hora.
Gustavo Arce no quería verse nervioso, pero lo estaba:
—Deja el drama. ¿Dónde están los niños?
—Juegan en la calle. Voy a pedirles que entren. ¿Qué será más seguro en estos casos?
—No sé. Mi tío Hernán me habló de las batallas en las que peleó, allí tenían donde esconderse.
—Entonces, rezar, ¿no?
—Sí, pero sin mirar por la ventana.esto no es un cuento
Publicado primero en el colectivo “Esto no es un cuento” de Medium.
Evelyn poco a poco recobra la lucidez mientras sale de la anestesia. Mira el lugar donde está sin poder mover la cabeza, intentando reconocer. Entre imágenes, olores y sonidos típicos de hospital recuerda que entró a un quirófano; que entró entera pero que, a esta altura, debe tener una herida grande y profunda en el vientre. Ella supone —bien— que está llena de costuras.
Una multitud de cables y mangueras salen de sus brazos y pecho como una enredadera. Evelyn no se molesta en quitarselos, no sabría por dónde comenzar. La herida es inalcanzable, como si fuese parte de otro cuerpo.
Unos guantes azules la toman por el brazo y le hablan con voz de mujer joven: «Estás despierta, qué bien. ¿Quieres agua? El ambiente aquí es muy seco». Evelyn no quiere agua, no quiere nada de ese sitio extraterrestre, ella quiere volver a lo que conoce, a su hogar. «¿Dónde está mi esposo?», responde.
Los guantes azules se apartan unos minutos y regresan con un celular: «Allí está tu esposo». Ese aparatico en el oído de Evelyn, aunque en las manos de otro, la reconforta. Escucha, con la poca atención que le permite su debilidad, esa voz familiar: la voz de Robert.
Vienen más guantes azules, una tropa. La desconectan de los cables y las mangueras, la cambian de cama y la llevan a su habitación en el piso 23. Allí vuelven los cables y las mangueras aunque en un ambiente de hotel — menos frío, menos hiriente— y donde por fin está Robert en carne y hueso. Solo le falta poder ver a su hijo, quien está al cuidado de su hermana al otro lado de la ciudad. Mañana podrá verlo, piensa ella esperanzada.
Después de cenar ese menú para presos peligrosos que suelen ofrecer en los hospitales, Evelyn por fin tiene energía para ver sus mensajes de WhatsApp. Los grupos están como locos. Hay noticias sobre una neblina muy espesa. Las cadenas hablan de un smog fuera de control. El gobierno pide calma, que basta con quedarse en casa; no salir si no es necesario.
«¿Sabías de la neblina espesa, Robert?» Él, sin quitar los ojos del televisor, dice con desgano: «Bah, no pasa nada. Neblina.Todos los años hay neblina, ¡si es invierno! Y el smog, ¿cuándo se fue el smog en esta ciudad?» Evelyn insiste en llamar su atención: «Pero aquí dice alerta amarilla». «Bueno, amarilla no es roja». Ambos se quedan en silencio por unos segundos y desvían la atención a otro tema.
A punto de caer rendidos por el sueño, entra un enfermero de la mano de una unidad de salud inteligente USI-51 casi tan alta como él. El enfermero se acerca a Evelyn y sin decir una sola palabra comienza a mover las mangueras y los cables. La desconecta de aquí, la reconecta por allá, le instala otro cable… Luego, mira con atención a la USI-51, quien parece saber todo sobre Evelyn y por fin habla «vamos a tratarte la hipotermia e hipotensión.»
Evelyn no entiende la jerga médica y pregunta con timidez si va a mejorar. El enfermero la mira, le brillan los ojos, Evelyn evalúa que el enfermero quiere dar una impresión de optimismo. «Claro que sí, aquí tenemos recursos». El enfermero la vuelve a desconectar y reconectar y le inyecta una sustancia con algo que parece una pequeña pistola; mira a Robert y lo instruye antes de salir: «Me llama por cualquier cosa, señor.»
Al día siguiente, Evelyn despierta en el bullicio. La hospitalización ya no parece un hotel tranquilo. Los pasillos se sienten llenos de gente, el alboroto se cuela por debajo de la puerta. Robert duerme como un lirón en el catre que le dieron.
El enfermero entra con su ISU-51 a su rutina de desconectar y reconectar cables y mangueras. Ella lo interroga. «¿No sabe? Es la neblina espesa, tenemos muchos pacientes hoy», le dice él mientras camina a comprobarlo abriendo la cortina. Ella piensa unos segundos y le dice «Entonces, es grave». «Es inusual», responde el enfermero, concentrado en los datos que le da el robot. «Voy a llamar a tu médico, ya estás bien de temperatura, pero la tensión sigue muy baja». El enfermero no da más explicaciones y se va.
Evelyn chequea sus mensajes para distraerse de las noticias de su salud que la inquietan. Sigue el alboroto en las cadenas, hay tantos medios reseñando la situación con la neblina espesa que ella no sabe cuál abrir primero. Cada periódico muestra una cifra distinta: entre 12 y 130 muertos, dependiendo del diario. Hay mucha confusión, el gobierno no ha dicho nada más.
Evelyn y Robert tenían planificado que él iría a buscar a su hijo al día siguiente de la operación. Ella ya no está convencida de que esa sea una buena idea. Robert despierta, escucha el discurso de Evelyn e insiste en que el hijo tiene que ayudar en el cuidado de su madre y que no se puede vivir haciendo caso de las noticias tan imprecisas y concluye: «El WhatsApp deforma la realidad. Un hospital lleno de enfermos, ¡qué novedad! Pero si quieres lo dejo para mañana, y aprovecho que es lunes para hacer diligencias».
Llega el tercer día, la neblina espesa sigue allí golpeando la ventana. Robert sale a buscar al hijo. Transcurre el día tranquilo. Los sedantes mantienen a Evelyn fuera de la noción de tiempo.
Entra la noche con poco aviso después de otro día opaco; y con ella, su hermana que le trae su hijo. Evelyn los mira con felicidad y desconcierto, le preocupa no saber nada de Robert. Su hijo la abraza y no le suelta la mano. «¿Dónde está Robert?». Nadie sabe, él no atiende el teléfono. El enfermero la evalúa y le da una buena noticia: los números están perfectos, te estás recuperando.
La neblina cede. El gobierno monta las cifras oficiales en su página: cuatro mil muertos por la neblina espesa.
No hay nada racional en sentirse humillado, pura bioquímica. Claro, L. P. va a decir que lo racional tiene que ver con la bioquímica. En cualquier caso, no soy yo quien debería afligirse. Lo de J. A. es vergonzoso. Me ofende y es reiterativo ¿por qué lo dejo? Siempre pensé que al llegar a mis cuarenta ya no estaría con rollos de secundaria. Tengo una hipoteca, una familia, dos postgrados, un trabajo y la inteligencia emocional de una chica de 17 años. Y bueno, no es que sea yo. No. Esta vaina es así para todos, no me jodan. Nos vemos las arrugas, pero nos sentimos como niños. Ok, no voy a ser injusta, algunos encuentran estabilidad, se hacen señores y señoras, mientras yo me he dejado extraviar entre mis dudas. Allí aparece mi carácter adolescente otra vez. Por eso es que nunca he podido quedarme en un empleo, siempre renuncio, divago, me da la crisis vocacional. Y ¿quién dijo que no soy feliz así? siempre me encamino, ¿qué importa la opinión de otros? la semana pasada era H. Y. dando su punto de vista no solicitado. Que si ya me había fastidiado otra vez, que si me aburro muy rápido… Todos tienen alguna crítica sobre mi vida, como si la de ellos fuese un ejemplo. Mi tía M. E. no hace más que recordarme mis divorcios, esa anciana frustrada. Claro, como nunca se casó, es pura envidia. A su edad es obvio que hay que dedicarse a los temas de los demás, para no pensar en la muerte. Y así pasa uno el día, siendo bombardeado por manipuladores de consciencia. Que si el cigarrillo, que si la comida orgánica, que si los plásticos, que si el gluten, que si las emisiones… de tanto oírlo ya me importa un pepino. Ahí está R. I., mucho deporte y la vida sana y no llegó a los 55. Que J. A. me humille y yo lo deje, ese sí es un problema sin solución.