Frente a la estatua de Isaac Newton, Cambridge, 2009

Piedra del Elefante. Estado Bolívar, Venezuela. Fotografía de 2008
Tumba de Euler, San Petersburgo, Rusia, 2005.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estatua de Solvay, Bruselas, 2014.

Mi biblioteca en Sydney, Australia, 2012.
Rio Volga, Dubna, Rusia, 2003.

Lo más relevante y bonito que me gusta contar sobre mi infancia es que la selva al sureste de Venezuela me vio crecer. Sus sonidos, sus olores, sus colores fuertes bajo el sol intenso. La noche de cielo infinito lleno de estrellas y la Vía Láctea claramente presente. Los insectos se escuchaban de cerca, los monos araguatos de lejos pero fuertes y claros. Las lagartijas corrían por la pared de mi cuarto. Las picaduras de hormigas, mientras jugaba en el patio, eran frecuentes. La tierra era roja, el agua del río Caroní era negra, naturalmente negra. Las rocas eran inmensas, como en el patio de juegos de un gigante. Algunas tenían nombres según su forma: la piedra del elefante, la piedra del perro… Teníamos verano todo el año con una primavera marcada por el amarillo de los araguaneyes, que florecían en sincronía en la época de lluvia.

Guri era un lugar muy peculiar, multicultural. Teníamos incluso un colegio americano y uno brasilero. Vivíamos alejados de la civilización. Pese a eso, mis vecinos, casi todos profesionales, no dejaron morir la cultura. Teníamos profesores de música, conciertos, galerías de arte, obras de teatro, entre muchas otras cosas. Llegamos a tener esculturas de Jesús Soto, Carlos Cruz-Diez y Alejandro Otero e incluso alguna vez tuvimos una exposición de Henry Moore. Las instalaciones del campamento incluían 4 clubs sociales, una pista de karting y un campo de golf. Era muy tranquilo, seguro y acogedor. Fui feliz, y creo que hablo por todos los habitantes de Guri cuando digo que fuimos muy felices.

La bonanza de la corta vida democrática de Venezuela en los años setenta, ochenta y noventa me tocaron en mi niñez y juventud. En contraste con la historia de los pueblos latinoamericanos, puedo decir que tuve infinita suerte.

El colegio de Guri era público donde solo asistían los niños del campamento. Yo era una alumna destacada, nunca supe cómo ni desde cuándo, es algo que yo no me propose, realmente. Mis notas eran las mejores, es lo único que puedo decir. Yo nunca fui competitiva, nunca me interesó la competencia. Pero estaba en el cuadro de honor. Simplemente me interesaba aprender y leer.

Me enamoré de la ciencia desde muy pequeñita. Las materias de ciencia las estudiaba con cariño, mientras las humanidades no me interesaban mucho. Te todas formas, salía muy bien en literatura, historia, psicología…

Un grupo de aficionados a la astronomía abrió un observatorio y yo inmediatamente me ofrecí a colaborar como voluntaria. A mis 13 añitos me levantaba a las 3:00am para ir al observatorio.

Mi papá siempre amó la música, un amor absolutamente incomprendido en su familia. Tuvo que aprender él solo a tocar la guitarra y logró adquirir la primera ya en la adultez cuando podía comprarla con su propio sueldo. Ese amor lo compartió con nosotros. La casa estaba llena de instrumentos musicales, buenos equipos de reproducción de música y discos de cualquier tipo; desde pop, salsa, música clásica, barroca y hasta música intensa de grupos raros brasileños como los Indios Trabajaras.

Su gusto por la música me invadió. Con nueve años tuve mi primera profesora de piano y continué mis estudios de música por los nueve años siguientes; siete de continuo, dos un poco trastocados. Llegué a tocar Beethoven, Chopin, Schumann, Liszt… Nunca se me ocurrió pensar en la música como una profesión, pero agradezco tanto a mis padres su empeño en mi educación musical. Disfrutar de la música, de escucharla, hacerla y entenderla es maravilloso.

Al principio de mi etapa universitaria comencé a experimentar momentos muy difíciles. Estar lejos de casa me afectó, aunque yo nunca lo demostré pues siempre me sentí independiente y fuerte. Comencé estudiando química en la Universidad Simón Bolívar, en Caracas, una carrera que rápidamente me di cuenta que no me gustaba. Di tumbos, pensé en cambios de carrera, incluso me acerqué a la Universidad Central de Venezuela pensando cambiarme a medicina, donde ya me habían aceptado. Me afectaron una serie de problemas emocionales, dejar la música, la crisis vocacional y lo peor es que yo no reconocí esos problemas. Simplemente me alejé de mis estudios y me refugié en un grupo de amigos cuya filosofía era vivir de manera orgánica, vivir el ahora y sin preocupaciones ni responsabilidades.

Para mi suerte, un día, un par de años más tarde, desperté y me puse a estudiar nuevamente. Además, observando las diferentes formas y métodos de hacer ciencia me di cuenta que la física ofrece una aproximación al estudio de la naturaleza en la que me siento confortable. La física se convirtió en mi pasión y allí me quedé sin mirar atrás.

El movimiento de química a física lo hice a través de la fisicoquímica teórica. Agradezco mucho a los profesores que impulsaron mis investigaciones en esa área, especialmente al profesor Antonio Hernández, hoy profesor emérito de la Universidad Simón Bolívar y a su esposa Mary Zalazar, excelente profesional de la química teórica. Luego, en el doctorado continué en el área física teórica de altas energías. Allí trabajé en teoría de supercuerdas, específicamente con la 5M-brana en 11 dimensiones. En el 2001 defendí mi tesis doctoral. Varios profesores marcaron mi vida en esa etapa, les estoy infinitamente agradecida. Profesionales increíbles a quienes tengo en la más alta estima: Álvaro Restuccia, Gaetano Di Bartolo, Rita Gianvittorio, Mario Caicedo, Benjamin Scharifker, Isbelia Martín y Victor Villalba. Todos con una impecable calidad académica y humana.

Entre las experiencias más bonitas de mi doctorado cuento con las escuelas sobre física teórica a las que mi universidad me envió y que tuvieron un gran impacto en mi formación profesional y personal. No fueron pocas. Estuve en Harvard; en varias ocasiones en el Centro Internacional de Física Teórica (ICTP) en Trieste, Italia; en La Habana, Cuba, también por el ICTP; en la Universidad de los Andes, Mérida. En particular tengo hermosos recuerdos de las escuelas de la facultad de ciencias de la ULA, eran de altísima calidad (años 90), con invitados internacionales y nacionales excelentes y nos pagaban todo a los estudiantes: estadía, viáticos y material de estudio. Las escuelas de Mérida eran un lujo, mis infinitas gracias a los organizadores: Luis Núñez, Adel Khoudeir y Alejandra Melfo.

Meses antes de obtener mi título de doctora, Ernesto Medina del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC) se me acercó un día en la Universidad Central de Venezuela, donde había estado dando clases como contratada, y me invitó a dar una charla. Me enamoré del centro de física del IVIC. Dicté mi charla, llevé mis papeles y me contrataron. Ernesto Medina siempre dice que me contrataron porque en mi charla fue la primera vez que logró entender de qué se trataban las supercuerdas.

Me vi en el IVIC y sentí que sería para siempre, lo abracé con mucho amor, sin saber que nunca volvería después de que obtuve mi primera beca internacional de investigaciones. Allí conduje mi primer proyecto de investigación y dicté clases en el postgrado.

Durante el 2002 me postulé a varias becas de investigación con destino a Alemania, siempre había querido tener la experiencia de trabajar allí. Me listaron finalista en la Beca Alexander von Humboldt, pero finalmente no me eligieron. El Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD por sus siglas en alemán) me ofreció la oportunidad y la tomé. Hice mi segundo postdoctorado en el Instituto de Física Teórica de la Universidad de Hannover, una experiencia extraordinaria desde el punto de vista profesional y humano, tuve la suerte de pertenecer a un grupo hermoso de físicos teóricos, buenos científicos y mejores personas. Hoy siguen siendo de mis mejores amigos: Matthias Ill, Michael Flohr y su esposa Birgitt (experta en literatura), Christian Saemann, Alexander Kling, Sebastian Ulmann, Kirsten Vogeler, Robert Wimmer y Leonardo Quevedo, con quien me casé al final del contrato en Hannover. Agradezco al profesor Olaf Lechtenfeld, director del grupo, por darme la oportunidad.

Mi trabajo en Hannover lo desarrollé en un proyecto con el profesor Evgeny Ivanov, del Joint Institute for Nuclear Research en Dubna, Rusia. A través de ese proyecto aprendí nuevas técnicas matemáticas y me dio la oportunidad de conocer varias ciudades fascinantes de Rusia. En ese tiempo también recibí la beca del colegio de graduados de la Universidad de Hannover y fui asistente de profesor de varios cursos avanzados de la carrera de física.

En el 2006, volví a la Universidad Simón Bolívar, Venezuela donde me ofrecieron un trabajo como profesora a dedicación exclusiva. Yo realmente quería volver a mi país, el país que me vio crecer y que me dio una educación de altísima calidad, aportar, hacer algo relevante. En ese tiempo dicté varios cursos básicos y avanzados de la carrera de física, trabajé en investigación en física teórica en un tema similar al de mi postdoctorado en Hannover y dirigí mi primer proyecto grande en colaboración internacional: el proyecto LAGO, Latin American Giant Observatory.

En el 2007 me convertí en madre. Yo sabía que sería difícil, pero nunca imaginé el inmenso reto que es tener hijos para las mujeres investigadoras. La competencia se torna increíblemente desigual y no hay manera de ganarla a menos que tengas mucha ayuda externa. Aún así, logré entrar al escalafón universitario y convertirme en profesora ordinaria en el plazo mínimo de dos años.

En ese tiempo recibí la distinción de Sistema de Promoción al Investigador, Niveles I y II del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación de Venezuela. Sin embargo, la situación política y económica ya comenzaba ponerse muy difícil y en el 2009 decidimos emigrar. Comencé a postularme a puestos de trabajo en otros países. Apliqué a muchos, en tres meses me preseleccionaron en dos, me ofrecieron una posición de 6 meses de EE. UU. y otra por 2 años en Sydney, Australia. Cuando me llegó la carta con la oferta de empleo desde la Universidad de Sydney, la entendí como una oportunidad única de vivir la experiencia de Australia y la acepté.

Llegamos Sydney un sábado y el lunes ya era mi primer día de trabajo en la escuela de física. Mi hija tenía dos años y mi esposo tuvo que hacer de papá 24 horas por unos 4 meses, mientras conseguía empleo. Esos dos años y medio en la Universidad de Sydney fueron maravillosos, aunque la peor experiencia en términos del grupo de investigaciones. Mi jefe era un malhumorado machista insoportable, fue una etapa difícil pues siempre había tenido suerte con mis jefes y compañeros, todos habían sido de lujo hasta ese momento.

Antes de dejar Venezuela estaba consciente sobre lo dura que es la vida académica en el primer mundo. No hay puestos sino temporales, hay mucha inestabilidad y las familias terminan separadas porque las parejas casi nunca consiguen trabajo en la misma ciudad. Mi amor por la ciencia seguía intacto pero no mi amor por la carrera académica en esas condiciones.

Al terminar mi contrato en Sydney decidí no aplicar a ningún otro trabajo. Mi esposo, también académico al principio de su carrera, supo girar a la industria y ha tenido éxito, cosa que ha sido buena para la familia. En el 2013 yo era mamá de tiempo completo y mi esposo había conseguido un “real job”.

Pero quedarme sin hacer nada mientras mi hija está en el colegio no era una opción para mi.

En ese momento pensé que quería seguir trabajando para la ciencia, pero desde un ángulo que ofreciera flexibilidad y la posibilidad de contribuir desde cualquier parte del mundo. Entonces me enrolé en la especialización: Experto en comunicación y divulgación de la ciencia y de la tecnología, Universidad de Oviedo, España, que terminé en el 2014.

Desde entonces he enfrentado varios retos. He aprendido a abrirme camino en esta nueva forma de profesionalismo. Ahora soy escritora científica independiente y comunicadora de la ciencia y la tecnología. Es un campo fértil, poco abordado por los científicos, sin embargo, muy competitivo por la cantidad de periodistas científicos. La comunicación de la ciencia para las masas es tradicionalmente gestión de periodistas y grandes medios de comunicación. Sin embargo, para mi como científica, la ciencia que llega desde el periodismo no es la que yo viví, no es la que está en la dinámica académica ni en el quehacer de los investigadores. Por esta razón decidí emprender una iniciativa en conjunto con varios colegas que, desde diferentes áreas, tienen la misma visión que yo sobre la comunicación de la ciencia al gran público.

Comencé con un blog y escribiendo para algunas revistas y periódicos, luego en el 2017 fundé una revista online y en 2018 creamos la Fundación Persea con el objetivo de sacar la ciencia de ese rincón oscuro e inaccesible y elevarlo a formar parte de nuestra cultura como latinoamericanos.

La Fundación Pesea está registrada en la cámara de comercio de los Países Bajos (que es donde vivo) como organización sin fines de lucro. La junta directiva está conformada por 4 personas: Félix Moronta, Jesús Pineda, Ada Peña y yo, que soy la presidenta. Nos acompañan como editores en al Revista Persea: Víctor Hernández y Briccyle Cova. Nuestra gestión tiene varias vertientes: la principal es mantener la revista y desde allí darle voz a los científicos latinoamericanos para que cuenten sus historias, que escriban sobre sus proyectos, las preguntas que intentan responder, los recursos con los que cuentan, sus luchas, sus fracasos y sus éxitos. La información general sobre nuestro proyectos y creaciones está en nuestro sitio web: http://fundacionpersea.org/

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