El apocalipsis me dejó una cicatriz. Es una sonrisa en mi vientre. Me mira y se ríe de mí. Yo la miro. Me da lástima la pobre, tan arrogante. Ella es una más.
Tiene veinte centímetros, no me lo dijeron, yo los medí. El cirujano piensa que es hermosa; claro, es su creación. Pronto volverás a ser la misma de antes, me dijo. ¿Cómo voy a ser la misma después de que me cortó por la mitad y me sacó varios órganos? Yo sé, estaban ya descompuestos. Había que matarlos. Así comienza mi muerte, por partes. Primero muere el apéndice, luego el ovario izquierdo, luego el útero… Son órganos que no se regeneran; como la piel cuando me quemé con una pistola de pegamento, cuando me raspé con asfalto al caer de una bicicleta, cuando me corté con el cuchillo de cocina, cuando el estrés se vengó de mi rostro.
Un par de milímetros más abajo de la histerectomía queda la cicatriz de la cesárea. Por allí produje vida, un ser humano completo. La cortaron de mi. Y allí quedó la primera cicatriz de mi hija, la original, donde todo comienza. Yo la tengo doble. Una sobre otra. Un año después de dar a luz me descubrieron una hernia umbilical. Hay que operar, me dijeron.
A mitad de camino entre la hernia del ombligo, la cesárea y la histerectomía, a la derecha, queda la cicatriz de la operación del apéndice. Yo tenía veinte años. Alguien que me amaba me salvó la vida, se dio cuenta: «lo tuyo es apendicitis, tienes que ir al médico ya».
¿Por qué las células se ajustan al capricho para dejar ese recordatorio odioso que nos sobrevive? ¿Por qué no recuerdan cómo éramos? Los biólogos tienen una explicación. Yo tengo la mía: es la entropía. La entropía es la culpable de todo, no la podemos embotellar, pero sí acusar despiadadamente.
La entropía crea todas nuestras cicatrices, se ríe de nosotros, de que no le da la gana complacer nuestra vanidad. Nos marca para que no se nos olvide. Nos ayuda a seguir el rastro de la memoria que queda como esas cicatrices, amorfa y borrosa.
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