Llegué al libro de Klaus Mann, Hijo de este tiempo, a través el taller de autobiografias del escritor venezolano Ricardo Ramírez Requena. En alemán, se llama: Kind dieser Zeit, cuya traducción fiel sería: Niño de este tiempo. Efectivamente, allí, Klaus Mann se concentró en los recuerdos de su niñez, y es que cuando lo publicó apenas tenía veintiséis años.
Me llamó la atención la parte de los miedos y me puse a pensar sobre su origen. Me puse a pensar en mis miedos y en lo diferentes que son de los suyos.
Klaus Mann dice haber sentido miedo de la oscuridad. Un miedo que yo nunca tuve. De niña, mi miedo más grande era al fuego. Todavía me persigue. Interpreto que viene de la vez que mi hermano se quemó con una luz de bengala. Tan inocente que se veía ese objeto. Tan confiados los adultos sobre su seguridad para los niños.
Él, mi hermano, tenía tres años. Sostenía el palito con desgano porque se habían apagado las «estrellitas». En la punta, había un trozo de material incandescente que se desprendió y cayó sobre su zapatico de cuero. La masa incandescente, que apenas tendría un par de milímetros de largo, atravesó el zapato, el calcetin, la piel, el musculo y llegó al hueso. No sé quién lloró más, si mí mamá o él. No hubo más fiestas en esa navidad. Solo curaciones y visitas al médico.
Recuerdo muy poco la casa donde ocurrió ese incidente. Solo el lugar de la escena. Era un jardín cercado por una reja blanca que nos separaba de los «peligros de la calle» y un piso de baldosas.
La otra casa, en la que vivimos antes, la tengo más clara. Tenía unas escaleras largas que venía de la calle y daban a un salón de tablones iluminado por un ventanal. Esas memorias, supongo, vienen de las fotos en los álbumes. De la casa donde mi hermano se quemó no hay fotos. Sin embargo, recuerdo la escena completa, con su decorado. Yo tenía cinco años. Duramos pocos meses en esa casa. De no haber sido por ese episodio, seguro que la borro de mi memoria.
Klaus Mann habla mucho de los fantasmas, espectros, apariciones. De niña, tampoco tenía miedo a los fantasmas. Mi mamá me lo explicó muy temprano: los fantasmas no existen. Para un niño, la madre es Dios, es la persona más sabia del mundo. Si ella dice que los fantasmas no existen es porque no existen.
Uno no escribe un diario a los cuatro años, ni a los ocho años. Seguramente hay una reinterpretacion adulta de los miedos, un poco de ficción para rellenar los vacíos, un deseo de un modelo de infancia.
Freud decía en El poeta y los sueños diurnos que un suceso poderoso actual «despierta en el poeta el recuerdo de un suceso anterior, casi siempre perteneciente a la infancia». Allí está ella, la niñez con sus miedos, contaminando el discurso adulto.
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