Evelyn poco a poco recobra la lucidez mientras sale de la anestesia. Mira el lugar donde está sin poder mover la cabeza, intentando reconocer. Entre imágenes, olores y sonidos típicos de hospital recuerda que entró a un quirófano; que entró entera pero que, a esta altura, debe tener una herida grande y profunda en el vientre. Ella supone —bien— que está llena de costuras.
Una multitud de cables y mangueras salen de sus brazos y pecho como una enredadera. Evelyn no se molesta en quitarselos, no sabría por dónde comenzar. La herida es inalcanzable, como si fuese parte de otro cuerpo.
Unos guantes azules la toman por el brazo y le hablan con voz de mujer joven: «Estás despierta, qué bien. ¿Quieres agua? El ambiente aquí es muy seco». Evelyn no quiere agua, no quiere nada de ese sitio extraterrestre, ella quiere volver a lo que conoce, a su hogar. «¿Dónde está mi esposo?», responde.
Los guantes azules se apartan unos minutos y regresan con un celular: «Allí está tu esposo». Ese aparatico en el oído de Evelyn, aunque en las manos de otro, la reconforta. Escucha, con la poca atención que le permite su debilidad, esa voz familiar: la voz de Robert.
Vienen más guantes azules, una tropa. La desconectan de los cables y las mangueras, la cambian de cama y la llevan a su habitación en el piso 23. Allí vuelven los cables y las mangueras aunque en un ambiente de hotel — menos frío, menos hiriente— y donde por fin está Robert en carne y hueso. Solo le falta poder ver a su hijo, quien está al cuidado de su hermana al otro lado de la ciudad. Mañana podrá verlo, piensa ella esperanzada.
Después de cenar ese menú para presos peligrosos que suelen ofrecer en los hospitales, Evelyn por fin tiene energía para ver sus mensajes de WhatsApp. Los grupos están como locos. Hay noticias sobre una neblina muy espesa. Las cadenas hablan de un smog fuera de control. El gobierno pide calma, que basta con quedarse en casa; no salir si no es necesario.
«¿Sabías de la neblina espesa, Robert?» Él, sin quitar los ojos del televisor, dice con desgano: «Bah, no pasa nada. Neblina.Todos los años hay neblina, ¡si es invierno! Y el smog, ¿cuándo se fue el smog en esta ciudad?» Evelyn insiste en llamar su atención: «Pero aquí dice alerta amarilla». «Bueno, amarilla no es roja». Ambos se quedan en silencio por unos segundos y desvían la atención a otro tema.
A punto de caer rendidos por el sueño, entra un enfermero de la mano de una unidad de salud inteligente USI-51 casi tan alta como él. El enfermero se acerca a Evelyn y sin decir una sola palabra comienza a mover las mangueras y los cables. La desconecta de aquí, la reconecta por allá, le instala otro cable… Luego, mira con atención a la USI-51, quien parece saber todo sobre Evelyn y por fin habla «vamos a tratarte la hipotermia e hipotensión.»
Evelyn no entiende la jerga médica y pregunta con timidez si va a mejorar. El enfermero la mira, le brillan los ojos, Evelyn evalúa que el enfermero quiere dar una impresión de optimismo. «Claro que sí, aquí tenemos recursos». El enfermero la vuelve a desconectar y reconectar y le inyecta una sustancia con algo que parece una pequeña pistola; mira a Robert y lo instruye antes de salir: «Me llama por cualquier cosa, señor.»
Al día siguiente, Evelyn despierta en el bullicio. La hospitalización ya no parece un hotel tranquilo. Los pasillos se sienten llenos de gente, el alboroto se cuela por debajo de la puerta. Robert duerme como un lirón en el catre que le dieron.
El enfermero entra con su ISU-51 a su rutina de desconectar y reconectar cables y mangueras. Ella lo interroga. «¿No sabe? Es la neblina espesa, tenemos muchos pacientes hoy», le dice él mientras camina a comprobarlo abriendo la cortina. Ella piensa unos segundos y le dice «Entonces, es grave». «Es inusual», responde el enfermero, concentrado en los datos que le da el robot. «Voy a llamar a tu médico, ya estás bien de temperatura, pero la tensión sigue muy baja». El enfermero no da más explicaciones y se va.
Evelyn chequea sus mensajes para distraerse de las noticias de su salud que la inquietan. Sigue el alboroto en las cadenas, hay tantos medios reseñando la situación con la neblina espesa que ella no sabe cuál abrir primero. Cada periódico muestra una cifra distinta: entre 12 y 130 muertos, dependiendo del diario. Hay mucha confusión, el gobierno no ha dicho nada más.
Evelyn y Robert tenían planificado que él iría a buscar a su hijo al día siguiente de la operación. Ella ya no está convencida de que esa sea una buena idea. Robert despierta, escucha el discurso de Evelyn e insiste en que el hijo tiene que ayudar en el cuidado de su madre y que no se puede vivir haciendo caso de las noticias tan imprecisas y concluye: «El WhatsApp deforma la realidad. Un hospital lleno de enfermos, ¡qué novedad! Pero si quieres lo dejo para mañana, y aprovecho que es lunes para hacer diligencias».
Llega el tercer día, la neblina espesa sigue allí golpeando la ventana. Robert sale a buscar al hijo. Transcurre el día tranquilo. Los sedantes mantienen a Evelyn fuera de la noción de tiempo.
Entra la noche con poco aviso después de otro día opaco; y con ella, su hermana que le trae su hijo. Evelyn los mira con felicidad y desconcierto, le preocupa no saber nada de Robert. Su hijo la abraza y no le suelta la mano. «¿Dónde está Robert?». Nadie sabe, él no atiende el teléfono. El enfermero la evalúa y le da una buena noticia: los números están perfectos, te estás recuperando.
La neblina cede. El gobierno monta las cifras oficiales en su página: cuatro mil muertos por la neblina espesa.
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