En la primera clase, la profesora Ludeña se sentó a mi derecha en el banco del piano. Me miró con serenidad y me pidió que tocara algo. Orgullosa de mi repertorio, toqué un vals de Chopin. Ella me dejó finalizar. Después, en silencio, se inclinó sobre una mesa contigua, hurgó en una pila de hojas y sacó la partitura de una sonatina de Clementi. La puso en el atril, me miró por encima de sus lentes y me dijo: «¿Quién te dijo que podías tocar a Chopin? olvídate de él. Tu educación musical no es suficiente, no lo vas a entender». A continuación, en gesto pedagógico, tocó los primeros compases de la sonatina.
Mientras la escuchaba, me atreví a examinarla. Nunca había visto unas manos tan largas, huesudas y arrugadas. Sus ojos saltaban brillantes y húmedos entre las innumerables líneas que cruzaban su rostro. Su cabello, blanco, liso y despeinado caía sobre sus hombros. Era la cuarta profesora que me había conseguido mi padre en un mes, tenía que gustarme. No era una situación fácil a mis once años.
La casa de la profesora Ludeña tenía un aspecto tan centenario como ella. A la entrada, me recibía un portón grueso de madera que, al abrirse, presentaba un pasillo profundo, interminable. La arquitectura era colonial, con un patio central característico que ofrecía mucha iluminación. Los espacios estaban repletos de plantas, incluso había árboles en el patio. En esa casa vivieron las hermanas Ludeña hasta que una de ellas murió y la profesora se quedó sola. Nunca conocí su historia, ni me interesaba. Se me antojó una vida parecida a las hermanas Martina y Filipa del Festín de Babette y con eso me conformé.
A veces, mi papá tardaba un poco en recogerme. Me aburría estar sentada escuchando la clase de Héctor, el siguiente alumno, y me iba al patio a subir a los árboles. Desde allí, el silbido del viento, los sonidos de la calle, la cháchara de los vecinos y Héctor, sonaban como piezas contemporáneas.
Un día presté más atención y escuché a un corno inglés que sonaba débil, aunque en armonía con el piano. Era imposible escuchar al corno desde la sala, había que estar en el patio. Desesperé buscando el origen de ese sonido. Entonces, mi oído me guió a un cobertizo, cerrado con candado, que había en el fondo. Bajé del árbol y puse la oreja en la pared de madera. Sí, no había dudas, el corno venía de allí. No quise interrumpirlo, me senté en el suelo a escuchar hasta que llegó mi padre y me tuve que ir.
En la siguiente clase, pregunté a la profesora quién tocaba desde el cobertizo. Ella me miró en tono de sorpresa. «Yo vivo sola», me dijo, «pensé que lo sabías». Traté de hablarle del corno, ella me interrumpió con cara de fastidio. «Lo confundiste con algún ratón o quizás es un vecino». Al terminar la clase, volví a acercarme al cobertizo y allí estaba la música del corno. Mi padre siempre llegaba antes de que terminara la música, así que no podía llamar a la puerta y preguntar quién estaba allí, me parecía de mala educación interrumpir.
El cobertizo solo tenía una ventana pequeña cerca del techo. Un día reuní unas cajas para alcanzarla y mirar a través de ella. Desde allí se escuchaba mejor el corno, pero no se veía a ninguna persona, solo trastes viejos acumulados en pilas. En mi inspección vi una puerta que daba a la calle. Salí de la casa a hurtadillas y di vuelta a la manzana buscando esa puerta trasera. Justo cuando iba a alcanzarla, un mendigo salió y la cerró con llave. Yo me le acerqué corriendo y le pregunté por la música del cobertizo. Me miró con sorpresa.
—Yo no sé nada de música, ¿de qué me hablas?
—Usted salió de allí, ¿me puede decir quién toca el corno?
—Eres una niña con mucha imaginación. Yo solo soy un pobre diablo. Por favor, no digas a nadie que me viste salir, me redondeo con la venta de antigüedades.
—Si no me dice la verdad, lo acuso.
—Bueno, di lo que quieras. Nadie te va a creer.
Me dio rabia escuchar eso de la boca de un desconocido. Tiene razón, nadie me cree. Además, le tuve lástima. Decidí guardar silencio.
Pronto, el destino quiso que no pudiera ir más a la clase con la profesora Ludeña. Luego vino el entierro. Mi padre tuvo que buscar otro profesor.
La semana pasada envié mi primera historia sobre ciencia a Medium. Mi intención era comenzar un portafolios de artículos en inglés. Lo que no esperaba era que ya, desde la primera vez, el cuerpo editorial me eligiera como escritora de planta de su start up. La historia es sobre cómo un grupo de científicos usan astronomía para ayudar a consolidar la paz en Colombia. Leela aquí.
Llegué al libro de Klaus Mann, Hijo de este tiempo, a través el taller de autobiografias del escritor venezolano Ricardo Ramírez Requena. En alemán, se llama: Kind dieser Zeit, cuya traducción fiel sería: Niño de este tiempo. Efectivamente, allí, Klaus Mann se concentró en los recuerdos de su niñez, y es que cuando lo publicó apenas tenía veintiséis años.
Me llamó la atención la parte de los miedos y me puse a pensar sobre su origen. Me puse a pensar en mis miedos y en lo diferentes que son de los suyos.
Klaus Mann dice haber sentido miedo de la oscuridad. Un miedo que yo nunca tuve. De niña, mi miedo más grande era al fuego. Todavía me persigue. Interpreto que viene de la vez que mi hermano se quemó con una luz de bengala. Tan inocente que se veía ese objeto. Tan confiados los adultos sobre su seguridad para los niños.
Él, mi hermano, tenía tres años. Sostenía el palito con desgano porque se habían apagado las «estrellitas». En la punta, había un trozo de material incandescente que se desprendió y cayó sobre su zapatico de cuero. La masa incandescente, que apenas tendría un par de milímetros de largo, atravesó el zapato, el calcetin, la piel, el musculo y llegó al hueso. No sé quién lloró más, si mí mamá o él. No hubo más fiestas en esa navidad. Solo curaciones y visitas al médico.
Recuerdo muy poco la casa donde ocurrió ese incidente. Solo el lugar de la escena. Era un jardín cercado por una reja blanca que nos separaba de los «peligros de la calle» y un piso de baldosas.
La otra casa, en la que vivimos antes, la tengo más clara. Tenía unas escaleras largas que venía de la calle y daban a un salón de tablones iluminado por un ventanal. Esas memorias, supongo, vienen de las fotos en los álbumes. De la casa donde mi hermano se quemó no hay fotos. Sin embargo, recuerdo la escena completa, con su decorado. Yo tenía cinco años. Duramos pocos meses en esa casa. De no haber sido por ese episodio, seguro que la borro de mi memoria.
Klaus Mann habla mucho de los fantasmas, espectros, apariciones. De niña, tampoco tenía miedo a los fantasmas. Mi mamá me lo explicó muy temprano: los fantasmas no existen. Para un niño, la madre es Dios, es la persona más sabia del mundo. Si ella dice que los fantasmas no existen es porque no existen.
Uno no escribe un diario a los cuatro años, ni a los ocho años. Seguramente hay una reinterpretacion adulta de los miedos, un poco de ficción para rellenar los vacíos, un deseo de un modelo de infancia.
Freud decía en El poeta y los sueños diurnos que un suceso poderoso actual «despierta en el poeta el recuerdo de un suceso anterior, casi siempre perteneciente a la infancia». Allí está ella, la niñez con sus miedos, contaminando el discurso adulto.
Miro con insistencia una botella de mercurio. Su tono plateado hace contraste con la madera rayada y ajada de mi mesa de noche. Es muy pesada. Qué sensación rara el esfuerzo para levantarla siendo tan pequeña. La robé de la universidad en un impulso, la imaginé hermosa en mi cuarto. Tengo miedo, el mercurio es peligroso. Sus átomos escapan al vidrio. Sé que debo devolverlo al laboratorio. Salgo de mi cama y me acerco a la ventana. Miro la botella de lejos otra vez. El mercurio se dilata cuando hace calor, como el tiempo cuando no puedes escapar de la pena. Estoy llorando en la cocina. Miro con desesperación a mi alrededor. Rasgo con fuerza una servilleta para secarme las lágrimas. Lloro frente a un duelo secreto, tan secreto como la botella de mercurio en mi cuarto a los diecisiete años. Le tengo rabia al tiempo que pasa lento y no cura mi dolor, y al mercurio que se dilata. Recuerdo sus manos la última vez que nos vimos. Las movía con nostalgia mientras hacía planes imposibles. Me hablaba de dejar todo, de comenzar una nueva vida. Ahí me di cuenta de que no volvería. La valentía no era su fuerte. La memoria oprime mi pecho. Cierro los ojos. Es oscuro y simple. Comienzo a imaginar mi muerte. La quiero suave, sin violencia, como una transición del cuerpo a otro estado de la materia. Mis brazos se van poniendo verdes, primero el derecho, luego el izquierdo. El dolor desaparece en esa imagen en la oscuridad. No sé por qué la muerte es verde. Unos golpes interrumpen mi proceso de curación. Sin levantarme de la silla, volteo y miro el reloj del microondas.¿Quién puede ser a esta hora? ¿Quién viene sin avisar? El teléfono no ha sonado en varios días, no tengo mensajes nuevos. Voy corriendo al espejo de mi habitación. Me inspecciono con dureza. No quiero que me vean llorar. No quiero que me vean morir. No quiero que sepan de aquella botella de mercurio. Aliso mi vestido con las manos, es muy revelador. Ni hablar de mi semblante. Cuánto habré cambiado desde la última vez que salí, desde la última vez que vi otra cara. Busco una recomendación del espejo. Una esquina me devuelve aquella habitación ordenada, cuando yo siempre estaba presentable, el amor era posible y lo secreto era ridículo. Allí estoy, en el fondo, frente a aquella ventana. La abro. Enciendo un cigarrillo. Asomo la mano para esconder el humo que todos huelen. Me concentro en ese cuadrito que da a un abismo de diez pisos. Allá abajo ocurre tanto y nada a la vez. Veo pasar recortes de historias. Sale la rubia divorciada con su perro a hacer alguna compra. Entra el que siempre viste elegante ¿del trabajo? ¿de montar cuernos? Tiro la colilla y todavía no tengo un plan para devolver la botella de mercurio. Como me descubran me botan de la universidad. Mínimo me ponen cero en la práctica de laboratorio. Vuelven los golpes en la puerta. Se escuchan lejos. Desde mi cuarto ya no es mi puerta. Ya no es conmigo. Es el vecino otra vez borracho, sin duda. Y claro, la mujer no le abre a ese canalla. Quiero que desista y se vaya. Quiero que el duelo se canse de mi y me entierre, como hice yo con la botella de mercurio.
Nunca nos imaginamos que la situación iba a llegar hasta ese punto. Una aventura inocente casi se convirtió en tragedia. Estábamos perdidos y en medio de la tormenta nos era imposible salir de aquella isla. Ocurrió por una cadena de sucesos desatados por mi talento para aburrirme. O por aquello de vivir en un pueblo donde nunca pasaba nada.
La selva era el jardín de mi casa. A doscientos metros de la ventana de mi cuarto la civilización era inexistente. Mis padres siempre tenían alguna advertencia, «no te alejes en el bosque, no te acerques al lago…».
Ese día prometía aventura. Había logrado el permiso para ir a una excusión organizada por el hermano mayor de Luisa.
Caminamos en fila por la represa. A mi izquierda, rocas plateadas se incrustaban en el agua negra del lago. A mi derecha, se alzaba una muralla de diferentes tonos verdes. Los animales en concierto desprestigiaban el silencio de la jungla. Al final del dique, tomamos un sendero estrecho y oscuro que se adentraba en la montaña con la promesa de llegar al muelle. Mi guía era el pantalón de enfrente. Qué camino tan largo y monótono. Después de haber rogado tanto a Luisa que me llevaran tenía que ocultar mis bostezos.
Al mediodía, abordamos la lancha rumbo a una estación de estudios ecológicos. Los niños al medio, los más grandes en la proa y en la popa los bolsos, la comida empacada, las cremas para el sol y todo ese lastre de humanidad. Atrás desapareció la tierra firme. Nos adentramos en un laberinto de islas sin nombre, todas iguales para mi. El viaje era interminable. Por fin, el conductor se detuvo frente a una isla y allí nos dejó.
El hermano mayor de Luisa, que era el líder, nos organizó para hacer una expedición a recoger hojas y meterlas en bolsitas. Recoger hojas. ¡Vaya juego tan absurdo!
En nuestra isla sin nombre, que yo la llamé Jackson, había miles de troncos dispersos traídos con las crecidas. Con algunos de ellos, hicimos espadas, barcos, patas de palo…
Nos montamos en un barco pirata y nos fuimos a buscar un tesoro hundido en el lago. Atacamos una canoa que pasaba cerca. Pim, pam, pum, espadazos. Les robamos todo lo que traían. Amarramos al capitán y lo secuestramos. Le hicimos hablar y nos entregó el mapa del tesoro. Cuando por fin llegamos a la cruz señalada en el mapa, Joe se lanzó a inspeccionar el fondo. Salió del agua pidiendo ayuda pues el cofre estaba atrapado bajo unas piedras. No pudimos sacarlo. Yo me fui al fondo, logré abrirlo y saqué un diamante que me metí en el bolsillo sin decirle al resto de la tripulación.
En el camino de vuelta, llegó la tormenta y nos arrastró hasta otra isla. Perdimos el mapa y no pudimos regresar a nuestra isla Jackson.
Pasaron las horas, la tormenta no cesaba. Tuvimos que quedarnos allí, sin comida y sin saber dónde estábamos. Ya he comentado que todas las islas se veían iguales. Joe lloraba de hambre; estaba furioso, habíamos llegado muy lejos en el juego. La culpa era mía, yo los había convencido de ir por el tesoro. Luisa tenía miedo del castigo de sus padres cuando se enteraran. Entrada la noche escuchamos un grito y vimos la luz intensa del faro de una lancha de rescate. Los adultos estaban contentos de vernos, no nos regañaron. Yo me prometí a mi misma, como tantas veces, no volver a desobedecer a mis mayores.
El diamante, que todavía escondo en mi cuarto, me lo recuerda.
Una tarde, al salir del trabajo, me encontré con un hombre que me impresionó. Su aspecto harapiento y movimientos pausados contrastaban con la fauna local. Le calculé unos sesenta años. Tenía la cara percudida. La barba gris, no miento, le llegaba hasta el pecho. La camisa y pantalón eran jirones. Nunca me acerqué, seguro que olía a mierda. Cuando lo consideré muy cerca, me cambié de acera para esquivarlo. Desde aquel día comencé a verlo seguido en la misma zona. Sentí que me perseguía, que me esperaba a la salida del trabajo. Le huía.
Con el tiempo me acostumbré a verlo. Le encontré patrones muy definidos. Aparecía siempre a la misma hora y por las mismas calles. Se me ocurrió entonces que no era un loco, que tal vez era un intelectual de estos cansados del mundo, y de allí su aspecto descuidado. Sus caminatas le servirían para filosofar. Entonces, pensé que sería interesante hablar con él. Nunca me atreví. Me recordó a Federico, un amigo de la universidad, tan inteligente y culto que abandonó los estudios porque la academia le pareció sosa y superficial. Este señor necesitaba un nombre. Y claro, lo llamé Federico.
Mi curiosidad creció. Un día lo seguí. Llegamos a un barrio de clase media, con casas viejas casi iguales. Federico entró en el garaje de una de ellas. Sacó una llave enorme que usó para abrir la puerta. Entró y desapareció cerrando con un golpe firme. Dejé pasar unos minutos, me acerqué a la cerradura y miré a través de ella. En el fondo había un espejo de pared que, a pesar de la luz débil, me permitió ver buena parte del garaje. Había lienzos y pinturas, parecía un taller de arte. Intelectual y pintor era una buena combinación para Federico.
Entonces, sentí la necesidad ver las pinturas. Esperé a que fuera de noche, no era la primera vez que violaba una cerradura.
Tuve suerte. Colgué en la sala de mi casa el cuadro donde, sin dudas, salgo yo. No hubo denuncia ni policía. Volví a huirle a Federico en sus caminatas.
Mi hija leyó el relato. Esta es su interpretación de Federico.
Una nota larga salía de la flauta de Larissa. Debía repetirla y dejarla durar varios minutos. El pequeño ensamble la seguía. Era solo una nota. Fa. Respiración y nuevamente fa. El cuerpo inmóvil de Larissa acentuaba la tensión del espectáculo, solo sus dedos y ojos se movían. En el fondo de la tarima, una chica vestida a cuadros levantaba un cartel con la nota que debían tocar. A fa siguió un mi, un prolongado mi. Solo dedos y ojos parecían vivos. Dedos, ojos y un sonido único.
El teatro quedaba en el sótano de una galería. Las luces tenues de colores, colocadas al azar entre los músicos, apenas lograban proyectar sombras amontonadas del público que escuchaba de pie. Pantalones, faldas, carteras, crestas, copas, una mano que sostenía un cigarrillo…
Al final de la última nota, do sostenido era la última nota, vino el silencio. Nadie se atrevió a aplaudir. El rostro de Larissa no ocultó su alivio. Claro, ella sabía que el concierto había terminado. Solo después de que el director se volvió a los espectadores, irrumpió el murmullo atonal y los aplausos.
El director dejó la batuta en el suelo junto a una guitarra eléctrica y comentó, de cara al público, su sinfonía conceptual. Dijo, fortísimo, que su obra era compleja y requería explicaciones.
No se podían encender las luces, estar a oscuras mientras él daba su charla final era parte de la obra. Comerse una manzana en medio de si bemol también fue parte de la obra. Llamar a un coro a plantarse y permanecer en silencio en medio de re sostenido también fue parte de la obra.
Entre bastidores, cajas, atriles, partituras y ropa dispersa, Larissa tuvo que buscar, tanteando, el estuche de su flauta. No había espacio para la luz, todo el edificio a oscuras era parte de la obra. De la nada apareció una lumbre tenue en el entorno de Larissa. Buscó el origen de la súbita iluminación y se encontró con los ojos verdes del clarinetista asomados entre sus rulos dorados. Ella quedó inmóvil unos segundos y presto continuó hurgando entre las mesas hasta que encontró sus cosas. Satisfecho por su buena acción, el clarinetista le sonrió, se dio vuelta y se fue con la cellista.
Larissa salió por la puerta trasera de la galería. Tuvo que saltar con cuidado el cuerpo de un mendigo para poder alcanzar su bicicleta.
Volviendo a casa, esta vez, prestó atención al camino. Observó los faros con luces alegres, los adornos de navidad, la gente entrando y saliendo de los cafés, los niños de la mano de sus padres. Tanta armonía le trajo recuerdos de otros conciertos: de Bartók en aquella capilla evangélica, de Händel y Tchaikovski en el Teatro Municipal, de su niñez con su madre viva, del bar en la Avenida Independencia con sus compañeros de clase, de su matrimonio fallido, de sus hijos cuando todavía no le eran indiferentes.
Entrando a su apartamento se sentó en el sofá y entonó un sol y lo dejó sonar; y siguió sonando después de que se agotaron el aire y el eco.
¿Cuántas veces nos habíamos encontrado en ese bar? necesitábamos cerrar el negocio entes de la vuelta de Matías a Europa. Estas transacciones no pueden dilatarse. La estancia en la base nos estaba resultando muy costosa, sobre todo por la cantidad de comida que teníamos que imprimir para los humanos.
La culpa era de Adelina Baum, ella había sido la peor representante de la corporación Osiris. Qué mujer tan terca. Y no era que no tuviésemos a quién más vender los genes, yo le había prometido a Matías que haríamos negocio con ellos.
En la segunda conversación, Adelina se mostró muy receptiva de leer los documentos que había enviado el abogado, pero no terminaba de firmarlos. Desviaba la mirada. Un día era una cosa, otro día otra. Recuerdo cuando se quedó observando el retrato de San Jorge que colgaba detrás de la barra. Entonces, interrumpió nuestra negociación para informarme sobre la visita de un patriarca a la base de Titán y que por eso tenían que ahorrar. Ayer comenzó a discutir el asunto de los infiltrados y la advertencia de sus colegas sobre la fama de problemas de espionaje en Europa. Ella cree que no reconozco el patrón del regateo sofisticado.
Evidentemente, yo no podía interrumpirla, mi deber como negociador era prestar atención. Cada vez que llegaba con ese porte y esos ojos… no podía negarle una rebaja. Me divertía su espíritu, verla hacer tanto esfuerzo. Yo habría finiquitado en el primer encuentro, si no fuera porque quería escucharla, verla entrar una y otra vez en el bar. Estoy seguro de que Matías, si la conociera, me perdonaría.
La tercera vez que hablamos, nos pidió un certificado que especificara los marcadores isotópicos. Según los científicos que la asesoraron, con eso ya se sabía el planeta de procedencia de los genes. “Tengo que asegurar líneas evolutivas de origen extraterrestre, que sean locales, de Europa”, me dijo… con esa mirada y ese acento inteligente… No le bastaba con el sello en la caja que decía claramente “Región Tara, Europa”. Es tan obstinada… Yo no sé nada de eso, y claro, nos costó una fortuna modificar el documento para complacerla. En un segundo perdimos millones.
Cada vez que Adelina movía las manos, todos perdíamos la concentración, y no eran cosas mías. En el bar los clientes, el barman, los humanos, hasta mis colegas Leonor y Héctor botaban la baba. La sobremesa siempre venía con el análisis sobre su belleza. Héctor, con frecuencia, estaba de acuerdo conmigo; con Leonor diferíamos un poco. Por supuesto, ella se daba cuenta de la ruina que Adelina nos estaba propinando. Yo para parecer inteligente, citaba a Pitágoras, “ella es como el círculo: perfecta”, Leonor sonreía y respondía, exacto, como el círculo, así de aburrida. Héctor miraba al techo y decía, “en círculos va el negocio”.
Justo antes de la última reunión se agravaron mis enfermedades genéticas. Ya todos en el bar se daban cuenta de que debía llegar a una solución. Esta comedia interminable ponía en peligro mi salud, Leonor y Héctor eran testigos. Tuve que usar el veneno para salvar el negocio y a mi mismo, Matías me echaría del Calysto si no terminaba de vender. No cabía duda de que Adelina era un estorbo para todos. Su asistente ni se afligió por su muerte, tomó los genes y se marchó. El negocio quedó cerrado.
Desde 2017 dejé de escribir artículos sobre ciencia y tecnología en mi blog personal y me dediqué a dirigir, editar y escribir más artículos en Revista Persea. En este nuevo sitio soy autora de 23 textos. No dejes de visitarla y aprender sobre la ciencia latinoamericana y del resto del mundo.
En 2018 creamos Fundación Persea, cultura científica para América Latina. Desde allí coordinamos proyectos de popularización de la ciencia que van más allá de artículos escritos. Yo soy la presidenta. Visitanos y conoce nuestras creaciones.
Este artículo fué publicado en el Tiempo de Colombia. Leer original aquí.
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Trajes espesos, chaquetas gruesas, botas de invierno calzadas en crampones, gorros y guantes reemplazan la bata de laboratorio cuando el trabajo es a la intemperie, en medio de una fuerte nevada.
A más de 6.300 metros de altura sobre el nivel del mar, en los Andes bolivianos, una cuadrilla de 15 científicos de Francia, Bolivia, Rusia y Brasil, con la cara cubierta y faltos de oxígeno, perforan cuidadosamente el hielo para extraer cientos de metros del glaciar Illimani, guardián de La Paz.
La tormenta arrecia y solo logran extraer dos cilindros, de aproximadamente 137 y 134 metros de longitud; tesoro invaluable que permitirá a los científicos hacer un viaje en el tiempo: los expertos estiman que el sitio preserva hasta 18.000 años de archivos ambientales.
La ardua y peligrosa tarea llevada a cabo por la colaboración internacional Ice Memory, entre el 22 de mayo y el 18 de junio, requirió varios días de adaptación fisiológica al páramo en una base campamento a 4.500 metros. Varios turnos fueron necesarios para el ascenso a la cumbre del glaciar, imposible de alcanzar en helicóptero, y la delicada operación de extracción del hielo.
Entre las dificultades para el transporte de las muestras, la principal está en que los cilindros de hielo extraído no se pueden derretir, no pueden perder su estructura. El hielo encierra información del clima de la zona que se fue, literalmente, apilando por capas durante la formación del glaciar.
Los núcleos de hielo fueron cortados in situ, bajados en las espaldas por la ladera escarpada, almacenados en refrigeradores portátiles en el campamento y transportados por tierra hasta La Paz. “Es una locura, en ocasiones hay que transportarlos de noche para que no se derritan”, dice la doctora en química analítica Ana Rita Cristiano, científica de una de las empresas que colaboran con Ice Memory. Las muestras preciosas del monte Illimani serán llevadas al Laboratorio del Instituto de Geociencias del Medio Ambiente (IGE), en Grenoble (Francia).
Con sede en la Antártida
El objetivo más importante del proyecto Ice Memory es la creación de la primera gran biblioteca de núcleos de glaciares de diferentes zonas de todo el mundo amenazados por el calentamiento global.
El vasto desierto azul antártico, cuyas temperaturas oscilan entre -54 °C en verano y -84 °C en invierno, ofrece el ambiente ideal natural para preservar la memoria del clima de la Tierra atrapado en las páginas heladas de la historia de los glaciares y permitir que futuras generaciones de científicos puedan reconstruir escenarios globales de la evolución de la atmósfera de la Tierra.
En esta primera etapa se proyecta llevar por barco a la Antártida uno de los cilindros extraídos del Illimani, junto con otros dos que fueron sacados en el 2016 del macizo Mont Blanc, en los Alpes franceses.
La primera ocurrió en Col du Dôme, Mont Blanc, en los Alpes franceses, en agosto del 2016.
La colaboración Ice Memory reúne decenas de especialistas en núcleos de hielo, químicos y glaciólogos de Brasil, Rusia, Japón, China, EE. UU. y de varios países de Europa.
El espectacular proyecto es coordinado por la Fundación Universidad de Grenoble Alpes, el Instituto para la Investigación y el Desarrollo Francés y la Universidad de Venecia, y en él participan diversas instituciones de todo el mundo, como la Unesco, y empresas privadas.
Es una carrera contra el tiempo: los glaciólogos observan una vertiginosa pérdida de volumen de hielo en los glaciares como consecuencia del cambio climático. Se estima que los glaciares de los Alpes por debajo de los 3.500 metros de altura y de los Andes por debajo de los 4.500 desaparecerán completamente para finales del siglo XXI. Esta inquietante proyección propulsó la activación de este plan de emergencia para el rescate de muestras del invaluable patrimonio helado.
No es para menos: los glaciares preservan la información sobre la evolución de las precipitaciones, incendios forestales, emisiones de gases de origen artificial y natural.
Una narración sobre el pasado y presente de la composición atmosférica está grabada en las moléculas de agua, en las impurezas, en los compuestos orgánicos y en los gases de efecto invernadero disueltos en el hielo.
Todo ese testimonio del clima del pasado se perdería para siempre sin remedio cuando los casquetes andinos y alpinos se derritan, si no se rescatan muestras a tiempo.