Armonía

En la primera clase, la profesora Ludeña se sentó a mi derecha en el banco del piano. Me miró con serenidad y me pidió que tocara algo. Orgullosa de mi repertorio, toqué un vals de Chopin. Ella me dejó finalizar. Después, en silencio, se inclinó sobre una mesa contigua, hurgó en una pila de hojas y sacó la partitura de una sonatina de Clementi. La puso en el atril, me miró por encima de sus lentes y me dijo: «¿Quién te dijo que podías tocar a Chopin? olvídate de él. Tu educación musical no es suficiente, no lo vas a entender». A continuación, en gesto pedagógico, tocó los primeros compases de la sonatina.

Mientras la escuchaba, me atreví a examinarla. Nunca había visto unas manos tan largas, huesudas y arrugadas. Sus ojos saltaban brillantes y húmedos entre las innumerables líneas que cruzaban su rostro. Su cabello, blanco, liso y despeinado caía sobre sus hombros. Era la cuarta profesora que me había conseguido mi padre en un mes, tenía que gustarme. No era una situación fácil a mis once años.  

La casa de la profesora Ludeña tenía un aspecto tan centenario como ella. A la entrada, me recibía un portón grueso de madera que, al abrirse, presentaba un pasillo profundo, interminable. La arquitectura era colonial, con un patio central característico que ofrecía mucha iluminación. Los espacios estaban repletos de plantas, incluso había árboles en el patio. En esa casa vivieron las hermanas Ludeña hasta que una de ellas murió y la profesora se quedó sola. Nunca conocí su historia, ni me interesaba. Se me antojó una vida parecida a las hermanas Martina y Filipa del Festín de Babette y con eso me conformé.

A veces, mi papá tardaba un poco en recogerme. Me aburría estar sentada escuchando la clase de Héctor, el siguiente alumno, y me iba al patio a subir a los árboles. Desde allí, el silbido del viento, los sonidos de la calle, la cháchara de los vecinos y Héctor, sonaban como piezas contemporáneas.

Un día presté más atención y escuché a un corno inglés que sonaba débil, aunque en armonía con el piano. Era imposible escuchar al corno desde la sala, había que estar en el patio. Desesperé buscando el origen de ese sonido. Entonces, mi oído me guió a un cobertizo, cerrado con candado, que había en el fondo. Bajé del árbol y puse la oreja en la pared de madera. Sí, no había dudas, el corno venía de allí. No quise interrumpirlo, me senté en el suelo a escuchar hasta que llegó mi padre y me tuve que ir.

En la siguiente clase, pregunté a la profesora quién tocaba desde el cobertizo. Ella me miró en tono de sorpresa. «Yo vivo sola», me dijo, «pensé que lo sabías». Traté de hablarle del corno, ella me interrumpió con cara de fastidio. «Lo confundiste con algún ratón o quizás es un vecino». Al terminar la clase, volví a acercarme al cobertizo y allí estaba la música del corno. Mi padre siempre llegaba antes de que terminara la música, así que no podía llamar a la puerta y preguntar quién estaba allí, me parecía de mala educación interrumpir.

El cobertizo solo tenía una ventana pequeña cerca del techo. Un día reuní unas cajas para alcanzarla y mirar a través de ella. Desde allí se escuchaba mejor el corno, pero no se veía a ninguna persona, solo trastes viejos acumulados en pilas. En mi inspección vi una puerta que daba a la calle. Salí de la casa a hurtadillas y di vuelta a la manzana buscando esa puerta trasera. Justo cuando iba a alcanzarla, un mendigo salió y la cerró con llave. Yo me le acerqué corriendo y le pregunté por la música del cobertizo. Me miró con sorpresa.

—Yo no sé nada de música, ¿de qué me hablas?

—Usted salió de allí, ¿me puede decir quién toca el corno?

—Eres una niña con mucha imaginación. Yo solo soy un pobre diablo. Por favor, no digas a nadie que me viste salir, me redondeo con la venta de antigüedades.

—Si no me dice la verdad, lo acuso.

—Bueno, di lo que quieras. Nadie te va a creer.          

Me dio rabia escuchar eso de la boca de un desconocido. Tiene razón, nadie me cree. Además, le tuve lástima. Decidí guardar silencio.

Pronto, el destino quiso que no pudiera ir más a la clase con la profesora Ludeña. Luego vino el entierro. Mi padre tuvo que buscar otro profesor.        


Isla Jackson

Nunca nos imaginamos que la situación iba a llegar hasta ese punto. Una aventura inocente casi se convirtió en tragedia. Estábamos perdidos y en medio de la tormenta nos era imposible salir de aquella isla. Ocurrió por una cadena de sucesos desatados por mi talento para aburrirme. O por aquello de vivir en un pueblo donde nunca pasaba nada. 

La selva era el jardín de mi casa. A doscientos metros de la ventana de mi cuarto la civilización era inexistente. Mis padres siempre tenían alguna advertencia, «no te alejes en el bosque, no te acerques al lago…».

Ese día prometía aventura. Había logrado el permiso para ir a una excusión organizada por el hermano mayor de Luisa.    

Caminamos en fila por la represa. A mi izquierda, rocas plateadas se incrustaban en el agua negra del lago. A mi derecha, se alzaba una muralla de diferentes tonos verdes. Los animales en concierto desprestigiaban el silencio de la jungla. Al final del dique, tomamos un sendero estrecho y oscuro que se adentraba en la montaña con la promesa de llegar al muelle. Mi guía era el pantalón de enfrente. Qué camino tan largo y monótono. Después de haber rogado tanto a Luisa que me llevaran tenía que ocultar mis bostezos.

Al mediodía, abordamos la lancha rumbo a una estación de estudios ecológicos. Los niños al medio, los más grandes en la proa y en la popa los bolsos, la comida empacada, las cremas para el sol y todo ese lastre de humanidad. Atrás desapareció la tierra firme. Nos adentramos en un laberinto de islas sin nombre, todas iguales para mi. El viaje era interminable. Por fin, el conductor se detuvo frente a una isla y allí nos dejó.

El hermano mayor de Luisa, que era el líder, nos organizó para hacer una expedición a recoger hojas y meterlas en bolsitas. Recoger hojas. ¡Vaya juego tan absurdo!

En nuestra isla sin nombre, que yo la llamé Jackson, había miles de troncos dispersos traídos con las crecidas. Con algunos de ellos, hicimos espadas, barcos, patas de palo…

Nos montamos en un barco pirata y nos fuimos a buscar un tesoro hundido en el lago. Atacamos una canoa que pasaba cerca. Pim, pam, pum, espadazos. Les robamos todo lo que traían. Amarramos al capitán y lo secuestramos. Le hicimos hablar y nos entregó el mapa del tesoro. Cuando por fin llegamos a la cruz señalada en el mapa, Joe se lanzó a inspeccionar el fondo. Salió del agua pidiendo ayuda pues el cofre estaba atrapado bajo unas piedras. No pudimos sacarlo. Yo me fui al fondo, logré abrirlo y saqué un diamante que me metí en el bolsillo sin decirle al resto de la tripulación.

En el camino de vuelta, llegó la tormenta y nos arrastró hasta otra isla. Perdimos el mapa y no pudimos regresar a nuestra isla Jackson.

Pasaron las horas, la tormenta no cesaba. Tuvimos que quedarnos allí, sin comida y sin saber dónde estábamos. Ya he comentado que todas las islas se veían iguales. Joe lloraba de hambre; estaba furioso, habíamos llegado muy lejos en el juego. La culpa era mía, yo los había convencido de ir por el tesoro. Luisa tenía miedo del castigo de sus padres cuando se enteraran. Entrada la noche escuchamos un grito y vimos la luz intensa del faro de una lancha de rescate. Los adultos estaban contentos de vernos, no nos regañaron. Yo me prometí a mi misma, como tantas veces, no volver a desobedecer a mis mayores.

El diamante, que todavía escondo en mi cuarto, me lo recuerda.